i
A los seis años sostuve mi primera plática con mi sombra. Estaba proyectada sobre la pared de uno de los salones de la primaria en el que me había quedado durante el receso. Era casi del mismo tamaño que yo, salvo por las piernas largas y flacas que nacían de la suela de mis zapatos y avanzaban hasta la pared para erguirse en una silueta idéntica a mi cuerpo. Ahora que lo pienso, no me parece tan extraño que las demás sombras en la habitación se mantuvieran a ras de piso, proyectadas por esa luz alta del sol de la mañana y la mía estuviera de pie, contra la pared, respondiéndome.
—Hola —y:
—Hola —regresaba el eco de su voz.
En realidad hablábamos poco; se nos iba el tiempo en juegos más simples que las pláticas. Por ejemplo, yo levantaba mis juguetes y mi sombra levantaba las sombras de los juguetes; un camión escolar avanzaba sobre mi brazo camino a mi cabeza y, en la pared, otro se desplazaba a la misma velocidad. Conversamos un par de veces más a lo largo de mi primer año en aquella escuela, siempre bajo las mismas circunstancias: a solas, por la mañana, encerrados. Y cada una de las veces que nos encontramos se limitaba a repetir lo que yo decía, tal vez porque le daba pena hacerse de una voz propia siendo tan joven. Pero conforme nos encontrábamos con mayor frecuencia, más se soltaba a gritar frases propias, largas y sin sentido, similares a las mías, emitiendo un balbuceo difícil de entender pero articulado que años después se convertiría en su propia expresión.
Para mi duodécimo cumpleaños decidí olvidarme de esos encuentros. Eran tan frecuentes que comencé a sospechar que me refugiaba en ellos para ocultarme de algo más, de alguna cosa que me amenazara en el mundo fuera de los salones. De otra locura, tal vez. Llegué a pensar que cualquier otra actividad que llevara a cabo con tal de no sentirme como un desquiciado en medio de mi familia y, sobre todo, en medio de mis amigos, me haría llevar la fiesta en paz conmigo, así que dejé de frecuentarla, de buscar más charlas con ella, incluso dejé de mirar al piso en cuanto la notaba. Y mi sombra no opuso resistencia alguna, al contrario, se alejó bastante al notar mi indiferencia, haciéndose cada vez más larga conforme yo crecía.
Ya durante la secundaria me hice de otros amigos y terminé por comportarme como ellos en cierto modo. Conocí a Minerva. Era pelirroja y delgada, de un sexo francamente desbocado por alguna razón que no conocíamos antes de aceptarlo. Y lo recibimos sin hacer preguntas, conforme decidiera entregarlo. No fui el primero en verla desnuda ni el primero en tener relaciones con ella. La besé con indicaciones y referencias, con la memoria, con la confianza de saber que una mordida suave en los pezones haría que me apretara contra su cuerpo. Esa primera vez nos besamos sobre el único sillón de su sala, con las lámparas apagadas pero con la luz de la televisión detrás de mí, proyectando mi sombra sobre ella. No había notado todos los cambios que había sufrido mi sombra desde que dejé de buscarla en las paredes de aquel salón del sexto grado, por lo que la noté demasiado diferente, tanto como para desconfiar de ella. No sabría explicarlo mejor, pero me daba la impresión de que mi propia sombra me había estado dando la espalda desde que decidí apartarme de ella. En un principio desconfié al mirarla tan dócil, aunque siguió mis movimientos con naturalidad: cuando mordía los pequeños senos de Minerva, mi sombra se movía debajo de mí, procurando hacer lo mismo que yo; mi mano se desplazaba desde los senos hacía los hombros, buscando su cabello, y las sombras jugaban a lo mismo. Pero enseguida los movimientos de mi sombra comenzaron a ser más bruscos, y su silueta se hizo ridículamente más grande. Enseguida comenzó a ganar volumen, a levantarse mientras Minerva cerraba los ojos y me besaba y en un instante logró erguirse totalmente entre nosotros, me desplazó hacía atrás hasta derribarme y tomó mi lugar. A pesar del ruido de mi caída, Minerva no percibió el cambio, así que continuó besándola, acariciándola, creyendo que se trataba de mí; le tomó la nuca, la acercó hasta abrazarla para recargar la cabeza en su hombro y, entonces, me vio tirado en el piso. Me quedé inmóvil, observándolos, mientras mi sombra exhalaba con fuerza sobre su cuello y Minerva buscaba su oreja con los dientes. Apagué la televisión esperando que mi sombra se perdiera en la oscuridad de la habitación y salí de la casa sin decir nada, llevándomela contra su voluntad.
En cuanto llegué a casa me encerré en mi habitación y apagué la luz para no verla hasta el día siguiente. Sentí que mi sombra me observaba con desprecio desde la oscuridad y, aunque supuse que no respondería, le hablé como si hablara conmigo. Cometí el error de dar por hecho que me había comprendido o que habíamos llegado a un acuerdo cuando le dije:
—Prométeme que no vas a comportarte así otra vez.
Y ella respondió:
—Prométeme que no vas a comportarte así otra vez.
Los siguientes días procuré evitar a Minerva para guardarme una explicación que de cualquier forma no creería. También quise evitar la pena de ver a mis amigos, suponiendo que se hubieran enterado bajo qué circunstancias salí corriendo de casa de Minerva. No iba a poder explicar que mi sombra había menguado lentamente durante las siguientes horas hasta convertirse de nuevo en un objeto bidimensional y obediente, que yo no estaba satisfecho con su conducta y que nunca antes se había comportado así porque yo, habiendo previsto su posible desobediencia, dejé en claro quién era la proyección de quién.
Minerva y yo dejamos de vernos algunos años después. Así, mi sombra y yo pudimos dejar atrás aquel incidente a pesar de algunas disconformidades y fuertes discusiones. Ella continuaba alterándose con mucha facilidad en cada ocasión que se le presentaba, restregándose en cada mujer con la que tenía relaciones, intentando sustituirme como aquella vez con Minerva, desesperándome, hasta que años más tarde decidí dejar atrás todo y llevarme conmigo a mi sombra a otro lugar, lejos.
ii
El nuevo departamento estaba completamente desamueblado, salvo por una silla plegable dentro de uno de los cuartos. Quienquiera que haya vivido antes en aquel lugar, la había dejado mirando hacia la ventana y —según me dijeron— el piso llevaba desocupado varios meses; se notaba en la cantidad de polvo sobre el asiento maltratado. Me senté frente a la ventana a esperar la noche, con la luz eléctrica iluminando por dentro la habitación, y a pensar en cómo podría organizar todas mis cosas en aquel espacio. Mi sombra, por su parte, y como hacía mucho tiempo no la notaba, se había proyectado sobre una de las paredes, a pesar de que la luz estaba sobre nosotros, tal vez para mirar la noche conmigo. Pero su actitud había cambiado mucho en estos años, más que acompañarme parecía estar siempre obligada a permanecer en el mismo lugar conmigo. De pie, allí, sobre la pared, parecía nerviosa, moviendo sus piernas y llevándose las manos a la cabeza con mucha frecuencia. Aun así me tomó por sorpresa ver que en lugar de mantenerse quieta sobre el muro comenzó a dar vueltas por todo el lugar agitadamente, emitiendo una especie de alaridos roncos y desesperados, y en pocos segundos ya había escalado por la pared hasta el alféizar de la ventana para salir a la calle anochecida. Sólo permanecían sus piernas dentro de la habitación.
—¡Espera, espera! ¿Qué haces? —le pregunté alzando la voz mientras me acercaba a la ventana y sacaba el cuerpo para buscarla— ¡Hey, hey! ¿A dónde vas? —pero no pude ver nada, debido a lo espeso de la oscuridad. Metí de nuevo el cuerpo y cerré la ventana, preocupado por su indiferencia, sin saber si había ido a la noche para alejarse de mí y, en cuanto sonó el golpe de la ventana al cerrarse, escuché un grito que venía desde afuera, seguido de un escandaloso golpe sobre la banqueta.
Abrí de nuevo la ventana y saqué la cabeza esperando encontrar a alguien herido tirado justo en la entrada del edificio, pero no encontré nada. Estuve a punto de perder la cabeza cuando, después de entrar y cerrar la ventana por segunda vez, noté que mi cuerpo sólo proyectaba la sombra hasta la altura de mis rodillas. Salí enseguida a buscar la otra parte en la calle. Cuando caí en cuenta de que llevaba alrededor de una hora buscándola, me temblaban las manos y ya había perdido el aliento de tanto ir y venir, y a pesar de ello, di un par de vueltas más de arriba abajo de la calle, pero fue inútil: con la oscuridad apenas podía notar las sombras de los postes del alumbrado público descompuesto. Grité algunas veces sin saber cómo llamarla, apenas se me ocurría preguntarle:
—¿Dónde estás?
O pedirle:
—No te vayas, por favor, no te vayas.
Cuando volví a casa, el departamento estaba más frío y espacioso, y la oscuridad se notaba más callada que de costumbre. Fue terrible saber que, de pronto, me hallaba verdaderamente solo y que probablemente mi sombra, bidimensional como era, no tendría manera de valerse por sí misma en esta ciudad que le era completamente extraña, si es que había podido levantarse después de semejante golpe.
Durante varios meses me preocupó no saber cómo ocultar que ahora me faltaba gran parte de ella: procuré que la luz dentro de las habitaciones me diera siempre desde arriba; viví de noche con el afán de ocultar su ausencia. Evitaba las mañanas debido al temor que me daba exponerme así frente a todos. Me sentía ridículo andando por la calle con ese intento de sombra siguiéndome sólo la mitad de las piernas. Pero con el tiempo dejé de buscarla y dejé de ocultarme, porque sabía que de estar viva no necesitaría de mí y, en el mejor de los casos, ya habría encontrado alguna manera de cuidarse a sí misma. Por la noche, cuando esperaba que el cansancio me durmiera y no había más ruido dentro del cuarto que el de mi propia respiración, procuraba revisar entre las cobijas y sobre los muros, en caso de que, oculta entre la oscuridad, mi sombra me estuviera mirando.
iii
Volví a encontrarla, casi accidentalmente, a pocas cuadras de mi departamento algunos años después. Estaba recostada sobre el muro de una primaria, rodeada por todos los padres que habían ido a recoger a sus hijos. Ninguno de ellos estaba molesto, al contrario, las risas de niños y adultos, acompañadas de los aplausos de todos ellos, podía escucharse desde lejos. A decir verdad, cuando me acerqué, no sabía que me encontraría con ella, por lo que me extrañó verla así, sobre todo porque a mí nunca me habían gustado los niños ni el ambiente alrededor de ellos. Tampoco contaba con verla entreteniendo a la gente con un espectáculo de sombras chinescas tan mediocre: pasó la mayor parte de su rutina ladrando mientras hacía la figura de un perro con las manos; el demás tiempo lo gastó en adivinar cómo hacer la silueta de una mariposa.
Cuando terminó, esperé a que se dispersara la gente para acercarme. Saludarla y platicar sobre lo que nos había pasado era lo menos que podía hacer después de todo.
—Hola.
—Hola.
No había cambiado en lo más mínimo.
Me acerqué para tomarla del brazo, pensando que se arrastraría por la calle a falta de piernas, pero se soltó de inmediato y comenzó a caminar a mi lado, apoyándose en los muros. Casi me sentía como antes, incluso el silencio que pasábamos juntos era similar al que recordaba. Anduvimos así por la misma calle poco menos de una hora. Supuse que no hablaría sino hasta que se sintiera cómoda y así fue: comenzamos a platicar sólo hasta que comprobamos que no había nadie escuchándonos. Para ese momento, ya estábamos en su departamento.
El lugar era pequeño y estaba vacío, daba la impresión de estar abandonado y, como no había cortinas, entraba mucha luz por las ventanas. Había pintado las formas de una sala, un comedor y otro mobiliario sobre las paredes. Se apoyó sobre la silueta de un escritorio que estaba delineado bajo la ventana más grande del lugar y entonces habló. Mencionó detalladamente todo lo que había hecho desde que nos separamos y por fin pude distinguir su voz. Era más gruesa y pausada que la mía, parecía que hubiera aprendido a ser paciente por el mero hecho de separarnos o, al menos, que estaba escogiendo muy bien sus palabras. Hablamos durante horas, a pesar de que ya me había incomodado estar sentado en el piso, y en algún punto de la plática, recuperamos la confianza en el otro. Conforme nos poníamos al tanto de nuestras vidas, me percaté de lo diferentes que habíamos sido desde siempre.
Pronto terminó la tarde y en cuanto el lugar se llenó de sombras por completo, como si hubiera estado esperando, me pidió que me acercara.
—Ven —me dijo—, mira —y señaló una ventana al otro lado de la calle. Era un departamento completamente iluminado. Dentro, Minerva acomodaba algunos papeles sobre la mesa—. ¿Recuerdas?
No puedo negar que tuve una desilusión algo inesperada cuando vi a Minerva tan cerca y reconocí que los muebles del departamento en el que estábamos eran una imitación de la sala donde creció mi sombra por primera vez. La silueta de una televisión estaba pintada en una de las paredes y frente a ella la forma de un sillón se extendía a lo ancho, casi hasta alcanzar las paredes, simulando apenas la sombra del sillón original. Comprendí entonces que todas las figuras que había pintado en los muros eran imitaciones de las sombras, y distinguí ligeras deformaciones en los contornos. Algunos alargados en las esquinas, otros exageradamente anchos, algunos más demasiado largos: todos como si la única luz de la habitación viniera de la televisión. Observé con cuidado a mi sombra antes de decir cualquier cosa, pensando que tal vez debía convencerla de abandonar todo esto, pero en breve dejé de sentirme responsable de ella. Miraba fijamente a través de la ventana.
—Deberías olvidarte de todo esto y venir conmigo —le dije.
—Deberías olvidarte de todo esto y venir conmigo —respondió, tomándome del brazo, pero me solté enseguida, sintiéndome agredido por esa postura suya y me dirigí hacia la puerta.
Apenas podía distinguir su figura recargada en el escritorio, mirando hacia afuera, entre la oscuridad de la habitación.
—Ojalá recapacites —susurró, como si ya hubiera renunciado a todo lo demás—, ya sabes dónde encontrarnos.
—Ojalá recapacites —susurré antes de irme, pero sentí un profundo despreció por su manera de actuar.
Cuando salí del departamento, sólo pensaba en quitarme de encima lo que me restaba de sombra y en Minerva y, sin embargo, quería olvidarme de ambos. Que Minerva no supiera nada, sin importar que mi sombra la mirara desde aquel departamento abandonado por años, antes de decidir acercarse, era lo de menos, yo sólo quería alejarme. Quizá un día mi sombra podría caminar hasta ella de nuevo y Minerva podría recibirla bien, no lo sé. Pero ese día, después de caminar durante horas, pensando en olvidarlos y deshacerme de todo lo que me unía a ellos, llegué casa ya muy tarde y no pude dormir pensando obsesivamente en ambos. Y con la noche cubriendo la ciudad por completo, volví a buscar rastros de mi sombra entre las cobijas.
iv
La puerta era blanca y estaba decorada con una corona navideña repleta de verdes boscosos y un listón rojo de gran tamaño, como si estuviéramos cercanos al fin de año, pero el polvo acumulado en ella dejaba ver que más bien se trataba una muestra del descuido en el que Minerva tenía ese lugar. Me reconoció al instante y, sin preguntar nada, me abrazó y me invitó a pasar.
En realidad no esperaba que me tratara tan bien después de lo sucedido, pero me alegró ver que ambos pudimos dejar aquel incidente de mi sombra atrás y continuar con nuestras vidas. Hablamos algún tiempo sobre lo que habíamos hecho desde la secundaria. No sé si lo que hicimos en tanto tiempo era tan poco como parecía, pero tardamos poco menos de una hora en ponernos al tanto. Ella había tenido algunos problemas económicos, por lo que se mudó a ese departamento que algún familiar tenía desocupado y llevaba algunos meses buscando trabajo. No se había casado, pero una mala relación le ayudó a tomar la decisión de salirse de aquella ciudad para llegar a donde estaba ahora. Su vida había sido una sucesión de terribles obviedades y malas decisiones. Me pregunté si yo era parte de todo eso cada vez que me miraba sonriente y decía:
—En verdad me da mucho gusto verte —y se reía sin comprender cómo era posible que viviéramos en la misma ciudad. No sé cuántas mentiras tuve que inventar para justificar que la hubiera encontrado, pero apreció todas. Me dejaba notar en su forma de verme que no me creía en lo más mínimo, pero que tampoco importaba.
Reconocí la mesa donde la vi acomodando papeles y enseguida le pregunté si tenía algo de tomar mientras me sentaba justo enfrente de la ventana, en la ubicación exacta para dejarme ver desde el otro lado de la calle. Llegó con dos vasos y una botella de ron que dejamos a un lado antes de tomar siquiera un trago y nos besamos como si estuviéramos retomando lo de años atrás. La recosté boca abajo sobre la mesa y la desnudé con cuidado, tomándome mi tiempo para asegurarme de que, en el departamento del otro lado de la calle, mi sombra pudiera vernos. Una vez que los dos quedamos desnudos, le besé los senos y el abdomen, apretándola contra mí. Mordisqueé sus pezones. Y dejamos las cortinas abiertas toda la noche.
v
Pasamos juntos el día siguiente y, a pesar de todo, Minerva estuvo callada la mayor parte del tiempo. Cuando llegué a casa por la noche, la encontré destrozada. De cierta manera estaba contento y pude dormir bien, aunque todavía me preocupaba que mi sombra pudiera estar en algún lugar cercano, observándome en silencio. Me tomó un par de semanas ordenar todo de nuevo y, sin embargo, estaba de buen humor.
Minerva volvió a buscarme a los pocos días y continuamos viéndonos con cierta frecuencia. Cada vez que pasábamos la noche en su departamento, me aseguraba de que las cortinas estuvieran abiertas; y, cada vez que dormíamos en el mío, me tomaba unos minutos para revisar que mi sombra no estuviera ahí. Minerva cambió mucho en pocos días; la notaba desilusionada, a pesar de que nos divertíamos juntos. No pasó mucho antes de que notara que mi sombra estaba incompleta y me preguntara por el resto.
vi
—Hola —dije una vez dentro de aquel departamento sin luz, sosteniendo la mano de Minerva, en un intento por tranquilizarla: apenas podía ocultar su emoción.
—Hola —dijo mi sombra, pacientemente.