– La fama de mi condición se había extendido a lo largo de la ciudad en unos cuantos meses, incluso se divulgó a nivel nacional tan rápidamente que el día de hoy estoy esperando a un reportero interesado en mi caso. Mi enfermedad es rara. Lo sé. Me gusta llamarle narrativitis, pero mi doctor insiste en que es imposible que se me inflame la narrativa, que a lo mucho se me podrá inflamar el estilo o algún elemento retórico, pero no la narrativa en sí, de eso dice estar ciento por ciento seguro. Así que él prefiere llamarle egotitis literaria y argumentar que no hay nada raro en mi estado de salud más allá de un poco de flujo nasal y la acostumbrada verborrea, que este repentino brote de habla estilizada y, sobre todo, recargada no es más que una obvia necesidad de reafirmación de mí mismo en sociedad ante el fracaso de mi obra literaria y una lastimera petición de ayuda; pero, a fin de cuentas, no es su área como gastroenterólogo y me resultaría más provechoso ver a un psicólogo o a un neurolingüista en la mejor de las situaciones. El caso es que hace un par de días recibí la llamada de un tal señor Portales, Humberto Portales. El señor, reportero de oficio, llamó interesado debido a que llegó a sus oídos una mención de la más extraña de mis costumbres y los particulares síntomas de mi enfermedad que, por raro que parezca, se han extendido más allá del lenguaje oral hasta el campo de lo escrito. Es decir, esta necesidad de expresarme a manera de relato no sólo se ha hecho presente en mi habla, sino que ahora cargo con sus consecuencias en el más ínfimo texto, desde la lista de víveres hasta las cuentas de la quincena. Por eso mi costumbre –de la que se enteró el señor Portales – de cuentificar cualquier suceso, por tonto que sea, al grado de haber llenado un par de libreros con relatos de mis idas al baño, mis subidas de escaleras, cómo almuerzo, etcétera, que aparte de ser numerosos han caído en un autoplagio evidente, en un estilo reiterativo y, casi podría asegurarlo, en malas imitaciones de autores contemporáneos de habla hispana. Alguna vez escribí “escribo que pienso seguir escribiendo hasta que deje de pensar que podría seguir escribiendo lo que pienso mientras escribo de aquello que me ha hecho escribir lo que pienso. Y también me veo narrando ya que escribo los pensamientos que he escrito porque debía narrar los escritos que escribí cuando no hablaba en el momento en que quería narrar lo que estaba pensando de lo que escribí que escribiría por no hablar sino escribir lo que quería narrar cuando escribí que pensaba escribir lo que pienso”. Por eso me llamó Humberto. Suena el teléfono.
– ¡Suena el teléfono!
–Grita a lo lejos Carla, mi esposa. Ya voy, contesto. Buenas tardes…Así es… Muy bien, acá lo espero. Pronto llegará… Alguien toca el timbre.
–¡Llaman a la puerta!
– Insiste mi esposa y regresa a nuestra habitación. Sí, yo atiendo, contesto, es para mí. Camino por el pasillo rumbo a la puerta con lentitud. Aun así, llego pronto hasta ella y justo antes de abrirla pregunto con cierta ansiedad “¿Quién es?” a sabiendas de que contestará el señor Portales.
–Si ya sabe que soy yo y que puedo escucharlo ¿por qué no abre la puerta?
– Dudo por un momento si debo abrir la puerta, sin saber todavía el nombre de quién llama a la puerta.
– Soy yo, Humberto, Humberto Portales.
– Responde sarcásticamente y a gritos desde el otro lado. Pienso si habrá sido buena idea aceptar la entrevista, mientras abro la puerta y le invito a pasar.
– Cuando piense, piense, no hable en voz alta, resérvese sus ideas, por favor.
– Me dice mientras pasa el umbral vestido con un ridículo traje marrón que no hace más que evidenciar la falsa cortesía contenida en la mayoría de los reporteros. Casi parecieran estar hechos de mierda él y su traje; lleva también un portafolios espantoso, maltratado, de muy mal gusto, que hace juego perfectamente con el atuendo; de las orejas salen vellos canosos y las arrugas sobre su vieja piel muestran un avanzado deterioro por la edad, tal vez unos sesenta y cinco años mal vividos. Cortésmente le invito a pasar, con una sonrisa en la boca y le digo “Adelante, al fondo del pasillo está el comedor o, si prefiere, podemos pasar al desayunador del jardín. Donde usted guste, en verdad.”
– Cortésmente, hijo de la chingada.
– Refunfuña y opta por el jardín.
– Mire, en verdad me parece interesante su caso, pero no estoy dispuesto a seguir con esto si las faltas de respeto y los insultos continúan.
– Plantea con seriedad. Lo pienso y accedo de inmediato a su petición que parece bastante prudente. Muy bien, procuraré moderar mi lenguaje, acepto con toda la sensatez de que soy capaz. Mientras Humberto me agradece pasamos al jardín. Al dar los primeros pasos sobre el verde y bien cuidado césped, se respira un aire de quietud que, espero, se mantendrá a lo largo de la entrevista. La mesa se ve limpia al igual que las sillas que le rodean. Lo invito a sentarse para dar inicio a la entrevista.
– ¿Podemos comenzar?
– Dice mientras se acomoda en mi silla y hago un sutil gesto para dárselo a entender al bruto.
– Haré oídos sordos a esa muestra de inmadurez. En verdad, no veo la necesidad de discutir sobre el asiento.
– Está bien, en verdad, no se preocupe, respondo con suma hipocresía –espero no lo perciba –, adelante con la entrevista. Saca una grabadora del bolsillo derecho del saco y una libreta y una pluma de su portafolio.
– Primeramente, me gustaría que nos diera su nombre completo, ya que, si bien usted es un hombre famoso por su condición, la fama de su enfermedad es más grande que la de su nombre. Por favor díganos ¿Cómo se llama y a que se dedica?
– Julián Garza Velasco es mi nombre, contesto con firmeza, y me dedico a escribir, a relatar todo lo que pueda y deba ser contado. Un tanto lo hago con la voz y otro tanto con las letras. Me gusta pensarme como un vocero de lo cotidiano. Ya sabe, lo mismo de todos los días, pero lo interesante. Por ello es que no escribo tanto a manera de trabajo.
– Sí, estoy seguro que su creatividad no diezma su producción artística, sino que su materia prima lo que le pone trabas a la hora de escribir.
– Dice con una honda sensación de orgullo y satisfacción el malparido.
– ¡Óigame hay un límite!
– Eso mismo digo yo, repongo.
– Mire… podemos terminar con esto de buena manera, no hay necesidad de agredirnos ni de buscar pleito con el otro ¿Está bien?
– Bufa, como un toro malparido en celo, con su enojo retenido en el interior de esos cachetes que más parecen belfos. Perfecto. Continúe, por favor. Sonrío.
– Sabemos que lleva ya un tiempo sufriendo de esta enfermedad que aún no es nombrada y que han surgido varios posibles nombres como verborrea crónico-retórico-degenerativa, expositivismo verbal, palabrismo. Pero la gente quisiera saber si usted le llama de algún modo y si es un caso aislado o conoce a más personas que padezcan de males similares.
– Pues mira, Humberto, cruzo la pierna elegantemente al iniciar con la respuesta, si había pensado en eso del nombre, pero creo que no me corresponde a mí dárselo. Además, narrativitis corre el riesgo de sonar ridículo. Respecto a la segunda parte de tu pregunta, debo decir que no es este un caso aislado, pero si sui generis. Es decir, mi tía ya había presentado una obvia tendencia a versificar sus pláticas, pero pasó de lo incomprensible de la poesía contemporánea a lo incomprensible de la barroca y, al fin, de la surrealista. Su esposo decidió que la mejor salida era mantenerla bajo arresto domiciliario, por decirle de alguna manera, pero mi tío comenzó a ensayar todo lo que decía al poco tiempo. Arguyó principios lógicos indiscutibles en temas como el color de la leche o el amanecer; pasó por el ensayo sociológico, provocado por la televisión y su exposición a la radio y demás medios de comunicación; de aquí al ensayo político, en el que ahondó como radical incendiario y, como obvia consecuencia –digo con un cierto tono que denota lo inevitable del hecho-, fue silenciado, sospechamos, por gobernación. Mi tía, al saber esto, se suicidó poéticamente dentro del mar. Pensamos que la transmisión de la enfermedad había concluido ahí, pero al poco tiempo comencé a presentar síntomas narrativos, digresiones, anagnórisis, comparaciones, alegorías, prosopopeyas, etcétera. E ineludible fue el destino de mi esposa, quien también contrajo el mal. Ahora no sale de nuestro cuarto sino la llaman a escena y casi todo lo que hace debe ir acompañado de música, movimientos corporales exageradísimos que, si bien contrajo la enfermedad, ésta no venía acompañada de aptitudes histriónicas, a saber. Concluyo… Noto que los bufidos que habían quedado atrás han vuelto en espasmos más rápidos y fuertes, el color de su cara se torna rojo y sus ojos parecen dispuestos a abandonar sus cuencas para asesinarme. Espero que diga algo, lo que sea.
– ¿Me está diciendo que esto es contagioso, que usted lo sabía y aún así acepto llevar a cabo la entrevista sin advertirme de esto?
– Grita en un arrebato furibundo y espera mi respuesta mientras el crujir de sus dientes suena por encima de mi respiración intranquila. Así es, contesto con un breve aliento, es viral –¡Auch! –. Repentinamente me veo interrumpido por un golpe en la mitad del rostro, un viejo y arrugado golpe seguido de –¡Auch! –y otro –¡Mpf! –. Caigo al piso un poco aturdido, pero con la lucidez suficiente para contestar la agresión y gritarle “pega más duro la campaña de Patricia Mercado, maricón mal vestido”. Por su parte, el afeminado enardecido gime y tira golpes a discreción –¡Ungh! –, como mujer ultrajada –¡Agh! –. No consigue hacerme mucho daño, pero los alaridos siguen y damos numerosas vueltas sobre el pasto: una y otra, para acá y para allá hasta que nos detiene la mesa. Por la fuerza con que nos estrellamos en ella, rompemos el cristal de la mesa escandalosamente.
– ¿Están bien?
– Pregunta Carla desde la ventana de la sala. Al vernos pelear, corre al estéreo y pone Fortuna Imperatrix Mundi, mientras grita desaforadamente y, fuera de tiempo y con muy mal gusto, entra en escena corriendo alrededor de nosotros, después finge separarnos y, ante su fracaso, no sin emitir un suspiro sobreactuado de desasosiego y resignación, se desvanece. Que drama tan innecesario, pienso. De súbito, Portales se detiene y, con un semblante calmado, totalmente diferente, se levanta, se sacude y me ayuda a levantarme.
– Olvidemos la pelea, debo irme.
– Comenta.
– Es mi deber mencionar que la atención que me ha brindado, aunada a la descortesía y la rareza de su esposa, han hecho de la entrevista una experiencia insufrible. En verdad, prefiero olvidar lo sucedido y retirarme mientras aún tenga un escaso vestigio de dignidad en mi ser. Por lo demás, su estilo es poco consistente y poco original, por lo que resulta de lo más inverosímil y burdo, abundante en ripios,
– Continúa.
– Incoherente dada la diégesis planteada al entrar en esta casa. Incluso ante los embates de cuentos mal estructurados y sin fundamentos no había sentido semejante repudio por una trama, por un argumento tan soso, tan cursi. Mi portafolio y mis notas, si me hace favor.
– Solicita mientras sacude el polvo de su asqueroso traje. ¿De que hablas, maldito vividor? Pregunto extrañado.
– Esto no se verá bien en el artículo. La gente leerá qué clase de persona es usted, qué pueril es su obra. Yo me encargaré de eso.
– Concluye mientras abandona mi casa. Yo, por mi parte, parado junto a mi esposa desvanecida en sobreactuación, le grito “Haga lo que quiera, mojón trajeado” y lo veo partir.
– ¡Ya cállese, imbécil!
– Grita. Después sale y azota la puerta.