domingo, 22 de agosto de 2010

Fogata

Desde su habitación hasta la cocina, caminó livianamente. Un paso primero, luego otro, sin prisa, envuelta en llamas. Sus pasos eran cortos, como los de hace muchos años, pero el ritmo parecía fatigado ahora.

Desayunamos en silencio, salvo por el ruido que hacía su ropa al quemarse, hasta que papá tosió con brusquedad.

− Abre la ventana y la puerta, ¿sí? -me pidió Lucía, enseñándome sus manos envueltas en rojo y amarillo, mientras observaba cómo su ropa caía al piso hecha ceniza, algo triste todavía.

El humo comenzó a salir de la cocina, pero el olor permaneció largo rato a pesar de todo. Siempre ha sido un olor dulce el suyo, como el de la canela tostada.

Papá todavía la consiente como a una niñita; me he cansado de decirle que ya no debería comprarle toda esa ropa, que no es deshechable, que día con día tiene que aspirar el camino entre su cuarto y la cocina, pero es igual de terco que ella.

− Deberías dejar de usar ropa, Lucía, no sé por qué te obstinas.

− Deberías dejar de decirme eso si sabes cómo soy.

− Deberías dejar a tu hermana si ya sabes cómo es –papá hablaba poco y casi siempre era para terminar discusiones tontas como ésta.

Aprendimos a no quejarnos de la humareda que emana de su cuerpo casi instintivamente a los pocos días de que le naciera la flama entre los dedos de los pies, y a subsanar todas las carencias que el incendio constante en que se le convirtió nos había provocado con el paso de los años. Todavía desayunamos en silencio, excepto por el aire crujiendo alrededor de Lucía, como si fuéramos a interrumpir alguna música imperceptible, quizá su combustión perpetua y acompasada.

Mi hermana comenzó a arder una mañana mientras dormía con papá, a sus siete años. Quemó la colcha y el par de almohadas con las que quisimos apagar sus dedos; calentó el agua en la que le sumergimos los pies; corrió en el patio por horas mientras nos deshacíamos de los muebles, las cortinas, la alfombra, y cuando se percató de lo que faltaba, de por qué nos deshicimos de ello, bajó la mirada hacia el suelo donde unas pequeñas manchas ennegrecían los pasos que dejaba, frunciendo el rostro para no llorar. Estuvo encerrada en su cuarto varios días mientras sustituíamos la alfombra por losetas frías e incombustibles, sin que nadie se lo pidiera y, también sin que nadie se lo pidiera, quemó las cortinas de su cuarto y llenó de tizne las paredes.

− ¿Quieres algo más? – le pregunté. No ha dejado de vernos como si tuviera que agradecer que sigamos con ella, especialmente a mí.

− No, está bien así.

Los vecinos tardaron algunos días en enterarse del fuego de Lucía, pero inmediatamente después de saber de qué se trataba, comenzaron a hablar de ella. Los rumores se propagaron con rapidez y tuvimos que irnos de la ciudad para no exponerla al trato hostil de la gente.

Al término del primer año, el fuego apenas le había cubierto los pies y se aproximaba a los talones lo suficiente para dejar a un lado los zapatos y los vestidos largos y sustituirlos por bermudas y pies desnudos, pero ya nos había obligado a mudarnos varias veces. Algo de felicidad le regresó en cuanto descubrió los bombones quemados.

−Abre otra ventana, por favor. No se va el olor.

El aroma que deja Lucía es inconfundible y persistente, no importa cuántas ventanas abra ni cuánta ropa queme. Además, ahora lo disfruto bastante. No quisiera que un día dejara de oler así la casa, aunque tarde o temprano suceda.

− No te preocupes, no pasa nada.

A sus dieciséis, con el fuego amenazando con proseguir el camino hacia arriba desde las rodillas, preocupados por una abrupta aceleración que le cubrió la mitad de los muslos en cuestión de días, le sugerimos olvidarse de la ropa por completo, por primera vez. Pasó poco tiempo antes de que accediera y casi dejó de salir de la casa, pero aún daba caminatas largas una que otra noche, simulando un pequeño sol noctámbulo.

Desistimos de cuidarla prematuramente, sobre todo a sabiendas de que cada lugar tiene gente distinta que tiene que acostumbrarse a uno y a la que hay que acostumbrarse también. Ya habían pasado suficientes cosas para que entendiera que no debía quemar nada por capricho, sin embargo, los nuevos vecinos la hostigaban casi tanto como todos los anteriores y, después de hartarse de tratarlos bien hipócritamente, estuvo a punto de incendiar varias casas durante sus caminatas nocturnas. Afortunadamente, regresaba a la casa sin haberlo hecho, al menos la mayoría de las ocasiones.

− Abre otra ventana, por favor, hazle caso a tu hermana.

Excepto por ella, todos en la familia somos bastante altos, robustos. A través del fuego, se percibía que su cuerpo era el de una adolescente desarrollada casi por completo, al menos hasta que cumplió los veintiséis años, cuando las llamas habían alcanzado a cubrir sus senos. Su rostro aún poseía re caminar asgos infantiles; ahora apenas puedo distinguir ciertos detalles de su cara, su nariz delgada, la forma del cráneo. Nada más. Ya pasaba de los treinta años y apenas se habían ensanchado su cadera.

Al igual que papá, nunca esperé que la gente se aburriera rápido de ella o que, fuera por el motivo que fuera, dejaran de buscarla, de tomarle fotos, de señalarla. Como si una pequeña de pies incendiados y correlones no fuera una noticia inagotablemente morbosa. Por lo mismo, durante años nos dedicamos a buscar una casa que guardara cierta distancia con relación al poblado más cercano a ella, pero la encontramos cuando ya había perdido importancia, cuando ya todos conocían a mi hermana y hasta se habían olvidado de ella. Ahora descansamos la mayor parte del tiempo.

− Con permiso –acabamos de desayunar igual que todos los días, pero a Lucía cada vez le cuesta más trabajo desplazarse por su propio pie.

Han transcurrido algunos años desde que notamos que está disminuyendo de tamaño. Sus brazos adelgazaron mucho en este tiempo, incluso ha perdido algunos centímetros de estatura y partes de su cuerpo ahora brillan como brasas. Se está agotando, pero hablamos poco de ello y sólo esperamos. Ya huimos demasiado.