sábado, 10 de julio de 2010

Bodas de madera

En una ocasión, afuera de una tapicería, conocí a un hombre de lo más raro. Ya no recuerdo su rostro, lo que sí recuerdo es que repentinamente, en cuanto me escuchó entrar, volteó a la puerta, dejando de sentir el forro de una silla, y me dijo:

- No sé usted, pero yo estoy enamorado.

Lo primero que entendí fue:

- Usted no está enamorado como yo.

Y en un principio me sentí pleno, realmente cómodo conmigo y hasta complacido de que se notara a simple vista, pero al pensarlo por segunda vez y al percibir la condición de aquel desconocido, no pude sino fruncir el ceño, desconcertado, y ante la sorpresa que me provocó tuve que preguntarle de inmediato:

- ¿Disculpe?

- Que estoy enamorado.

Sé que el tipo estaba feliz, se le notaba en la entonación y en sus movimientos; brincaba como un pequeño chimpancé recién enjaulado. Otro en su lugar me lo hubiera dicho mirando al piso, casi exigiendo mi ayuda; éste llevaba una gran sonrisa entre las mejillas.

- Pero, mi amigo, ¿cuánto tiempo lleva así?, ¿se encuentra usted bien?

Mi inquietud pareció no afectarle, al menos no inmediatamente, pues apenas ladeó un poco la cabeza, como si no comprendiera la situación, incluso me respondió sin cambiar esa mueca, que le desfiguraba el rostro:

- ¿De qué está hablando? Si me siento perfectamente... luego de estos seis increíbles meses me siento... cómodo... feliz.

En verdad creo que fue en ese momento cuando empecé a sentir algo de lástima por ese pobre tipo incapaz de notar cualquier cosa, alegre como un niño con sarampión.

- ¿Sabe usted qué día es hoy, señor? -le pregunté, esperando descubrir si había algo irremediablemente alterado en su cabeza.

- Ja ja, no exagere. Déjeme decirle que nunca me he encontrado mejor. Es más, le recomiendo que alguna vez se de la oportunidad de intentarlo.

¡Pobre idiota, no tenía idea de nada!, y cada vez me preocupaba más. Lo tomé de los hombros y lo sacudí con violencia, esperando que, de algún modo, volviera en sí, pero mis esfuerzos no surtieron ningún efecto, ni siquiera fui capaz de borrarle ese gesto.

- ¡Responda, por el amor de Dios! Deje de hablar así, suena usted como un loco.

Pero antes que dejar de reír, el convaleciente me tomo por los brazos entre risas y me dijo:

- No se exalte, amigo, permítame invitarle un trago para poder contarle todo con calma.

Pero en mi vida había abusado de ningún enfermo y no iba a empezar en ese momento. Resuelto este asunto y después de encargar nuestros respectivos muebles al trabajador, salimos a buscar un bar cercano. Para ser honesto, en algún momento dudé de mi seguridad al estar a solas con un hombre tan inestable, así que procuré que anduviéramos por lugares muy concurridos la mayor parte del tiempo. El camino fue rápido y, afortunadamente, las calles por las que pasamos tenían un flujo constante de gente.

Al llegar al bar nos acercamos a la barra y el enamorado quiso pedir un par de cervezas, pero lo detuve enseguida y ordené un par de caballitos de tequila, esperando que a los pocos tragos se le quitara ese gesto que cada vez más me sacaba de quicio. Con el primer trago, la plática surgió muy natural, aunque incómoda:

- Mire, usted va a pensar que es una broma, pero estoy enamorado de una silla... de la silla con la que me encontró hace un rato.

- ... -lo miré con algo de escepticismo.

- Bueno, no quiero convencerlo de nada, así que procuraré ser lo más breve posible. La conocí en un restaurante al sur de la ciudad en el peor momento posible para ambos; yo buscaba reconciliarme con mi ex-esposa y ella vivía sus últimos días en aquel negocio. Tal vez nunca me le hubiera acercado, pero llegué muy temprano, ya sabe, para pensar las cosas. Tenía meses sin ver a Mónica y no estaba del todo seguro de querer estar ahí, de buscar lo mismo que ella, y por supuesto no cabía en mí de los nervios. Total que llego a la entrada, tembloroso y con la espalda humedecida de sudor, el mesero me pide mi nombre, confirma las reservaciones y voilá, quince pasos después, mesa para dos junto a la ventana –dudó un segundo y luego continuó -¿Sabe?, ahora que recuerdo, me pude haber sentado en la otra silla, pero pasan cosas así de curiosas todo el tiempo y ya no tiene importancia, me senté en Paloma –dijo antes de tomar un sorbo del tequila, todavía sonriendo.

-- ¿Paloma?

-- La silla, pues, tuve que ponerle un nombre. La cosa es que… no me va a creer, pero nada más me senté en ella y las cosas se veían distintas. Dejé de pensar en Mónica enseguida, asomado a la ventana, empecé a suponer lo que pasaría si no la esperaba y salía de ahí a tener otra vida, sin segundas oportunidades, nada de te perdono ni esas cosas.

-- ¿Pero eso qué tiene que ver con cualquier cosa, hombre? Usted estaba nervioso.

-- Sí, de eso no cabe duda… vaya que estaba nervioso, tanto que fui al baño a mojarme la cara, y justo entonces comencé a pensar de nuevo en Mónica, en la posibilidad de perdonarnos y noté que era Paloma la que me alejaba de mi ex-esposa y de esa vida que tal vez no merezco. Cuando regresé a la mesa y tomé asiento nuevamente, sentí algo que no se imagina. Unos instantes después estaba comprándosela al gerente. Salí lo más rápido que pude de ahí para que Mónica no me viera escapar con otra.

-- Está usted mal, muy mal.

-- Puede ser, pero una vez que vivamos juntos, después de la boda ya veremos si estamos hechos el uno para el otro o no. Todo esto lo pone a prueba el tiempo, y ahora no tengo de otra.

-- ¿Pero cómo boda? Mire, le voy a hacer una recomendación de lo más sensata: olvídese de ella, ¿qué relación puede tener usted con una silla?

-- No se preocupe usted por eso. Estos seis meses han pasado rápido; nos vemos tres veces a la semana, tenemos relaciones una o dos veces y el tiempo restante lo dedicamos a la lectura; disfrutamos mucho de la novela policiaca. Y, bueno, ya no me siento en ella, aunque lo extraño en ocasiones, para serle honesto.

En verdad no sabía que decirle al pobre, así que lo miré como si la noticia de la boda y su relación, me generaran algún gusto y levanté mi vaso de tequila- Salud.

Después de brindar permanecimos en silencio un rato, mirando la mesa, hasta que abruptamente me invitó a su boda.

-- ¿Qué dice? Seguro que pasará un buen rato –insistió –incluso Mónica va a venir.

-- No me lo tome a mal, pero no creo que deba estar ahí.

-- Usted no se apure. No sé si esto le sorprenda, pero la mayoría de su familia son ceibas sudamericanas, así que todo un lado del salón estará prácticamente vacío. Haría muy feliz a mi Paloma verlo ahí. Piénselo –sacó una invitación de su saco y me la extendió.

-- Lo pensaré, no se preocupe –respondí, tomando su invitación tranquilamente, sin preocuparme por esa sonrisa suya que, como pude ver, era el menor de sus males.

Poco después regresamos a la tapicería mientras me platicaba sus planes para la luna de miel. Cuando por fin llegamos, me presentó a Paloma, ataviada con su vestido de bodas recién hecho, blanco con detalles dorados. Jamás había visto una novia tan hermosa.

viernes, 9 de julio de 2010

...

Uno debe tener algo en el mundo en lo que se pueda reconocer, algo a lo que pertenezca. Es terrible que la familia sea una de las pocas posibilidades que ayuden a solventar esta necesidad. Un buen día uno se da cuenta de que en la sangre puede haber derrota, envidia, egoísmo, estupidez, y que todas las virtudes que puedan venir con el apellido y el linaje no son suficientes para mitigar la fuerza que todos esos defectos ejerce sobre nuestra vida. Afortunadamente no creo que sea menester del individuo triunfar sobre una sociedad repleta de gente sin identidad, así que puedo sacrificar un poco de mi individualidad en aras de un medio familiar medianamente estimulante, pero no más de dos veces a la semana ni después de las 6 de la tarde. El tiempo restante quisiera dedicarlo a reconocerme en mí mismo, en mis acciones, mis escritos, mis gustos y demás, de ser posible semejante cosa.