jueves, 25 de noviembre de 2010

La espalda de una novela policiaca: el caso de El hombre que fue Jueves


“Au contraire. Ils en ont plus que jamais besoin parce que les

livres disent qu'il est en l'homme quelque chose de plus fort que le malheur." *

Damnificado haitiano

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) escribió El hombre que fue Jueves tras lo que el mismo consideró un periodo de depresión personal. Hacia finales del siglo XIX la sociedad inglesa flotaba en el remanso decadentista de la sociedad victoriana, y Chesterton no fue la excepción. Se respiraba en el aire el desengaño de Schopenhauer sobre la vida y la libertad humanas como meros espejismos que aseguraban la supervivencia del hombre en una cruel prolongación de la agonía de la existencia. A su paso por la Slade School of Arts como estudiante en artes, Chesterton llegó a su punto máximo de escepticismo: el solipsismo por el lado filosófico y el impresionismo por el estético lo condujeron a la desconfianza absoluta de la existencia misma de las cosas y del mundo entero. Como años después se supo gracias a su Autobiografía, hacia estos años la barrera entre sueño y vigilia se desvanecieron para él, no sólo como percepción de la realidad sino también en un plano simbólico con hondas implicaciones. Si la frontera entre sueño y vigilia se difumina, sólo quedaba un paso para que lo mismo sucediera con las herramientas intelectuales que configuran nuestra noción de realidad. Todo el arsenal intelectual se desvanece ante la idea de que sólo existe como invención de la imaginación humana, y de ahí el desconsuelo de ver caer los fundamentos idealistas de la filosofía moderna. En este momento de crisis del pensamiento occidental, la primera reacción fue de desazón y, en un nivel más angustioso, del temor de la locura del sujeto extraviado en la inmensidad del vacío. Ante lo que se presenta como sólidas identidades sólo se esconden apariencias y la amarga certeza del fracaso intelectual. Si consideramos que estas ideas afligían el espíritu de Chesterton cuando escribió El hombre que fue Jueves,podemos entender esta magnífica obra como la clave que resolvió el dilema existencial en el que estuvo sumido en este momento sombrío de su vida.

El genio de Chesterton dio con la clave de la paradoja, que sin duda se convirtió en la característica más identificable en sus textos y que más fue señalada por la crítica como rasgo principal de su técnica de composición. Señalada, aunque no comprendida del todo. No sin cierta ironía, Chesterton comentó que “los críticos eran casi por completo elogiosos a lo que les complació llamar mis brillantes paradojas, hasta que descubrieron que realmente quería decir lo que dije”. En la figura de la paradoja Chesterton cifró el “disfraz ideal de la verdad o del sentido común” (Siles, 117) que abría la posibilidad de una síntesis secreta oculta detrás de toda la ambigüedad caótica del mundo. El plan general de El hombre que fue Jueves consiste en efectuar ese transformación en el sujeto, en trasladar al protagonista, junto con sus compañeros de armas e incluso el lector, de ese estado de angustia ante el caos, de la pesadilla, a una reconciliación de los contrarios por medio de la paradoja, gracias a la mano invisible del enigmático y, más acertadamente paradójico, Domingo.

Al analizar la novela nos damos cuenta de que la paradoja permea toda la estructura que le da forma. Si consideramos, como habíamos dicho, que el plan general es la progresiva identificación por parte de los personajes de esas paradojas que subyacen y estructuran todo el relato, la novela arranca con la descripción de un ocaso londinense bajo el cual se encuentra el barrio de Saffron Park. Un ocaso sangriento, rojizo. En este escenario descrito como un lugar que “no sólo era agradable, sino perfecto, siempre que se le considerase como un sueño y no como una superchería” (Chesterton, 1976, 5) se lleva a cabo la presentación de dos personajes, enfrascándolos en una discusión sobre la naturaleza de la poesía: Gabriel Syme y Lucian Gregory. El primero, un autoproclamado poeta del orden; el segundo, un poeta del caos y anarquista confeso, acorde con el gusto chestertoniano por la paradoja. En este punto es donde queda clara la manera en que el inglés decide construir a sus personajes. Syme y Gregory son, antes todo, opuestos naturales, evidentes. Ante todo, cada uno se autonombra en términos sólidos: Lucian Gregory es el poeta fanfarrón identificado con el anarquismo político sólo en el discurso; Gabriel Syme, el hombre que fue Jueves, es el conservador y custodia del Orden, agudo en señalar las incoherencias de la ideología anarquista. Nada más llegamos a las primeras acciones, la novela cobra un aire fantástico en el que se empiezan a desestabilizar las identidades de los personajes. Lo que empieza como una discusión verbal toma un giro vertiginoso que mete de lleno la novela en la lógica de la novela policiaca: Syme resulta ser un detective-filósofo que suplanta a Gregory como representante ante el Consejo de los Siete Días para desarticular la célula anarcoterrorista. Lo que parecería una ágil movida de un detective astuto no es más que una apariencia que al poco tiempo es desmentida por la torpeza, o al menos heterodoxia, de los métodos de investigación de Syme. Pronto el juego de identidades se precipita al ritmo vertiginoso de una pesadilla fantástica. Los miembros del Consejo son personajes siniestros y enigmáticos. El más desconcertante es el presidente, Domingo, un hombre de dimensiones exageradas, que visto por detrás evoca un ser bestial y poderoso que poco concuerda con su cara que irradia una gracia angelical. Desde esta primera aparición, la figura de Domingo se va concentrando en un alto simbolismo.

Lo que antes Syme sentía como extrañeza en los otros miembros del Consejo se va descubriendo que son apariencias: como él, el resto de los miembros se van revelando como policías, todos parten de una misma división especial de la Policía encabezada por un incógnito jefe. Una a una, cada identidad se va desmintiendo como apariencia de otra, de manera más y más escandalosa. La trama sigue el crescendo, tan dramático como irónico, de una pesadilla cada vez más opresora, cada vez más sofocante que descubre que todo el Consejo, menos Domingo, claro, está compuesto por policías. Los policías ahora aliados se conjuran contra el presidente, más que para capturarlo, para saber quién o qué es. Para rematar esta farsa de Consejo, Domingo huye de sus perseguidores no sin antes lanzar su voz profética:

    Oigan ustedes lo que les digo: antes descubrirán el secreto del último árbol y de la nube más remota, que mi secreto. Antes entenderán ustedes el mar: yo seguiré siendo un enigma. Averiguarán ustedes lo que son las estrellas: no averiguarán lo que soy yo. Desde el principio del mundo todos los hombres me han perseguido como aun lobo, los reyes y los sabios, los poetas como los legisladores, todas las iglesias y todas las filosofías. Pero nadie ha logrado cazarme. (Chesterton, 1976, 186)

Antes de saltar por el balcón donde se celebra el Consejo, Domingo lanza otra ácida noticia: él también es el jefe de policía que los ha enrolado a todos. En este punto de la narración cae toda la lógica causal del argumento: Domingo crea un cuerpo especial de la Policía cuyos detectives se infiltran en una célula anarcoterrorista también organizada por Domingo. Los Seis perplejos sólo atinan en aprehender al Inasible en una persecución llena de acción, que incluye carruajes, carro de bomberos, un elefante y al final un globo aerostático. En la persecución Domingo incluso se divierte lanzándoles falsas pistas.

Empecinados en alcanzar a su burlador, los Seis siguen al globo por la campiña. La larga travesía por abrojos destruye sus ropas y carnes y los sume en la meditación conjunta. Cada uno ensaya una razón que explique el enigma de Domingo. Considerando el código moral católico de Chesterton, esto tiene una clara significación de penitencia. Cuando coinciden en relacionar a Domingo con la Naturaleza, el globo desciende. Inmediatamente los Seis son conducidos a una recepción, una fiesta de disfraces en la que se representa el Universo todo en frenesí. Los Seis son ataviados de acuerdo con la alegoría de su día respectivo, según la cosmogonía del Génesis. Domingo se presenta ante ellos como la Paz de Dios: “Permanezcamos juntos un rato, ya que nos hemos amado tan dolorosamente y tanto nos hemos combatido” (Chesteron, 1976, 213) En este último encuentro acude también Gregory, Satán que es el único y auténtico Anarquista. Ante la calumnia de Gregory, Syme finalmente comprende su situación, de sujeto que transita entre dos polos según el diseño divino. Al querer corroborar su conclusión con Domingo, éste se distiende y se pierde en la inmensidad del Cosmos, desde donde resuena la sentencia cristológica como última huella de Domingo, “¿Podréis beber en la copa en que yo bebo?”.

La genialidad de Chesterton sigue a continuación de este eco que retumba, el narrador nos guarda una última sorpresa: toda la novela ha sido un sueño profundo de Syme, que despierta paulatinamente y plácidamente; no obstante la revelación metafísica queda en el sujeto, y por última vez tenemos otra paradoja: la experiencia del sueño como una experiencia más simbólica que la de la vigilia, que trasciende en los códigos ético y moral del sujeto con más intensidad que la reflexión en “perfecto estado de consciencia”.

Y de ahí la relevancia del subtítulo de la novela: El hombre que fue Jueves. Una pesadilla. La estructura general de la obra está enmarcada en un sueño de Syme en el que lo vemos transcurrir junto con sus compañeros de armas por esta aventura metafísica. Si antes de la revelación final el sueño era una auténtica pesadilla por lo dramático y angustiante de los episodios, esto es alegoría de la persecución de la razón humana por descubrir las leyes absolutas del Cosmos, una empresa que ciertamente tiene los riesgos de convertirse en una pesadilla. Ya lo decía Goya.

El hombre que fue Jueves, claramente, no es una novela policiaca convencional, pues a pesar de que pueden ser identificados varios elementos del relato policiaco (como la investigación, el suspenso y la intriga de un misterio, inclusive a un detective como el personaje central), falta una de las premisas principales de la novela policiaca: el crimen. En todo caso existe la amenaza de un ataque terrorista que pretende asesinar a dos mandatarios y que es indispensable como motor para la trama de la investigación. Sin embargo, la novela se aleja considerablemente del canon detectivesco al vincularse con los relatos de aventuras, los fantásticos o la disertación filosófica. Y se aleja de los lugares comunes del género debido a una propuesta estética que, puesta en boca de Syme hacia el final, resulta ser la poética de la novela:

    “—Óiganme ustedes —exclamó Syme con énfasis desusado— ¿Quieren ustedes que les diga el secreto del mundo? Pues el secreto está en que sólo vemos las espaldas del mundo. Sólo lo vemos por detrás, por eso parece brutal. Eso no es un árbol, sino las espaldas de un árbol; aquello no es una nube, sino las espaldas de una nube. ¿No ven ustedes que todo está como volviéndose a otra parte y escondiendo la cara? ¡Si pudiéramos salirle al mundo por enfrente!” (Chesterton, p 202)

Dicho de otro modo, todas las situaciones, los personajes, los debates, están conformados por una dualidad, son una confrontación que los exhibe como una entidad que se prolonga sin excluir sus partes: la espalda de Domingo, por monstruosa que parezca en un principio, junto con la cara casi benevolente que la acompaña, forman el mismo cuerpo; Gregory es un anarquista que defiende la misericordia, la mansedumbre y el amor al prójimo en el discurso de candidatura por el puesto de Jueves, etc. Y es gracias a esta cualidad de ambivalencia que la investigación que pretende detener el ataque contra los mandatarios termina por ser estéril, que los resultados que arroja son más confusos que esclarecedores y que la novela esté plagada de sorpresas y reflexiones sobre la existencia o la certeza de las cosas.

Gabriel Syme vive en una constante duda porque, detrás de cada objeto que se le presenta, está oculta una faceta opuesta a la que muestra inicialmente. Porque detrás de la máscara del marqués hay un inspector que no planea un bombardeo sino su propio escape y, detrás de la organización anarquista que se supone el Consejo de los Siete Días, hay una organización de la policía planeada por el mismo Domingo.

Entonces, cuando por fin se revela la identidad del hombre inmenso que lidera el Consejo, se puede comprender que el hilo conductor que une todas las revelaciones proviene del mismo personaje que ha orquestado estos juegos de desengaño, de quitar máscaras a las cosas o, mejor dicho, de volver las cosas hacia uno para mirar al mundo de frente y coincide con la reflexión que el mismo Chesterton hace años después en el Libro de Job:

“[…] Dios aparece al final no para responder los enigmas, sino para proponerlos. La negativa de Dios por explicar su diseño es en sí misma una indicación abrasadora de Su diseño. Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones del hombre” (Chesterton, 2000b, 175-176).

Y esto revela mucho más que las cualidades de este personaje o las implicaciones de una trama que se ha obstinado en tratar aspectos metafísicos: la novela misma parece las espaldas de una novela policiaca a la que hay que tomar en algún momento por el frente, para dejar de percibir sólo a un detective inútil, una investigación que revela más dudas que respuestas o la ausencia de un crimen y comenzar a suponer que esos elementos son también, un filósofo intuitivo y perspicaz, una motivación a las preguntas sobre Domingo y el orden del mundo planteado por Chesterton y un detonante que motivó la intriga, respectivamente. El mismo Chesterton dice: “Pero no sólo es necesario esconder un secreto, también es necesario tener un secreto, y que este secreto sea digno de ser escondido.” (Chesterton, 1985).

A diferencia de los relatos detectivescos de Poe o de Conan Doyle, en los que la presencia de un narrador/personaje que relata los eventos y nos deja ver gradualmente cómo se devela un misterio, en El hombre que fue Jueves, Syme es el gran testigo de un mundo de caretas que, lejos comprender lo sucedido, pierde toda la confianza en él y sus personajes, en parte porque carece de aptitudes deductivas o analíticas y confía plenamente en la intuición poética. Confía cuando confronta al doctor Bull, cuando revela su identidad ante Gregory. Queda en claro que es un sujeto con buena voluntad y disposición, pero sin método, al provocar el duelo con el marqués. Y así sucesivamente.

Borges, gran lector y reivindicador de Chesterton, comenta, además de que en su caso “tenemos a un hombre de genio y… reducirlo a católico es una injusticia” (Borges, 2005, p 100), que en sus relatos policiacos “No se sabe muy bien qué pasa con ellos [los criminales], ya que lo importante es el enigma; la solución ingeniosa de ese enigma”. Esta aseveración describe no sólo la manera en que están elaborados los relatos detectivescos del Padre Brown (aunque nace de la lectura que hace Borges de ellos), sino que describe el estilo de Chesterton. Es decir, en El hombre que fue Jueves, Chesterton profundiza con mucha más libertad en las complicaciones propias del enigma, que en las descripciones de los personajes o del crimen. Sustenta la tensión del relato en las posibilidades que pasan por la mente de sus personajes y no en el crimen, menos en el supuesto criminal.

En el mismo texto, Borges menciona otras dos características propias de Chesterton: la propuesta de una posible solución mágica para sus enigmas y lo novedoso de su narrador dentro del género, ambas características manifiestas en la novela. Probablemente los ejemplos más claros al hablar de “posibles soluciones mágicas” sean la sugerencia de que el profesor De Worms, con la edad que le suponemos en el momento de la persecución de Syme, sea capaz de dar alcancé al poeta sin ningún tipo de complicaciones y logre entrar al bar del puerto todavía con la calma y los ademanes adecuados al viejo que suponemos que es; y la desaparición de Domingo, al final de la novela, avalado por su propia divinidad. Sin embargo, al terminar de leer cada uno de estos pasajes, descubrimos lo sencillo del problema: De Worms es Wilks disfrazado; Domingo desaparece, se expande ante los ojos asombrados del Consejo de los Siete Días, pero todo ha sido un sueño. Por otro lado, lo novedoso del narrador radica en lo impersonal del mismo. Chesterton prefiere no valerse de una relación empática que acrecenté la imagen de un detective inteligentísimo y por demás ingenioso, que es visto por su colega con admiración, sino reflexionar constantemente sobre la naturaleza de los objetos y de los sucesos dentro de sus relatos. Después de todo, ¿qué relevancia podría tener la exaltación de las cualidades y virtudes humanas de alguno de los personajes, cuando se abordan temas que le son mucho más importantes al autor?

A grandes rasgos, podemos decir que Chesterton propone una inversión de la poética policiaca gracias a la manera paradójica que tiene de representar el mundo: el detective intuye y confronta antes que investigar, el crimen debe ser detenido antes que resuelto, el misterio se revela por el supuesto criminal.

Chesterton deja algo en la mente del lector, además de su humor de contradicciones y exageraciones: después de todo, el Hombre puede encontrar un optimismo frente a la vida dentro de la muerte, es decir, puede pensar que la muerte es un impulso vital y la única certeza que da forma y sentido a la vida.


En colaboración con Sebastián Gómez Saldívar


*Al contrario. Los libros son más que nunca necesarios, porque los libros dicen que el hombre es más fuerte que cualquier desgracia.


    Bibliografía:

    Borges, Jorge Luis & Ferrari, Osvaldo. En diálogo II. México: Siglo XXI editores, 2005.

    Chesterton, Gilbert Keith. El hombre que fue Jueves. Alfonso Reyes, trad. Barcelona: Editorial Planeta, 1976.

    --------. “Cómo escribir una historia de detectives” en Teorías del cuento II. La escritura del cuento. Lauro Zavala, ed. México: UNAM, 2008.

    Siles González, Ignacio. A la fe por la duda. Una lectura metafísica de la paradoja en El hombre que fue Jueves de G.K. Chesterton. Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica, XLIII (108), enero-abril 2005, pp 111-119.

lunes, 11 de octubre de 2010

Julián Garza o absurdo #1

– La fama de mi condición se había extendido a lo largo de la ciudad en unos cuantos meses, incluso se divulgó a nivel nacional tan rápidamente que el día de hoy estoy esperando a un reportero interesado en mi caso. Mi enfermedad es rara. Lo sé. Me gusta llamarle narrativitis, pero mi doctor insiste en que es imposible que se me inflame la narrativa, que a lo mucho se me podrá inflamar el estilo o algún elemento retórico, pero no la narrativa en sí, de eso dice estar ciento por ciento seguro. Así que él prefiere llamarle egotitis literaria y argumentar que no hay nada raro en mi estado de salud más allá de un poco de flujo nasal y la acostumbrada verborrea, que este repentino brote de habla estilizada y, sobre todo, recargada no es más que una obvia necesidad de reafirmación de mí mismo en sociedad ante el fracaso de mi obra literaria y una lastimera petición de ayuda; pero, a fin de cuentas, no es su área como gastroenterólogo y me resultaría más provechoso ver a un psicólogo o a un neurolingüista en la mejor de las situaciones. El caso es que hace un par de días recibí la llamada de un tal señor Portales, Humberto Portales. El señor, reportero de oficio, llamó interesado debido a que llegó a sus oídos una mención de la más extraña de mis costumbres y los particulares síntomas de mi enfermedad que, por raro que parezca, se han extendido más allá del lenguaje oral hasta el campo de lo escrito. Es decir, esta necesidad de expresarme a manera de relato no sólo se ha hecho presente en mi habla, sino que ahora cargo con sus consecuencias en el más ínfimo texto, desde la lista de víveres hasta las cuentas de la quincena. Por eso mi costumbre –de la que se enteró el señor Portales – de cuentificar cualquier suceso, por tonto que sea, al grado de haber llenado un par de libreros con relatos de mis idas al baño, mis subidas de escaleras, cómo almuerzo, etcétera, que aparte de ser numerosos han caído en un autoplagio evidente, en un estilo reiterativo y, casi podría asegurarlo, en malas imitaciones de autores contemporáneos de habla hispana. Alguna vez escribí “escribo que pienso seguir escribiendo hasta que deje de pensar que podría seguir escribiendo lo que pienso mientras escribo de aquello que me ha hecho escribir lo que pienso. Y también me veo narrando ya que escribo los pensamientos que he escrito porque debía narrar los escritos que escribí cuando no hablaba en el momento en que quería narrar lo que estaba pensando de lo que escribí que escribiría por no hablar sino escribir lo que quería narrar cuando escribí que pensaba escribir lo que pienso”. Por eso me llamó Humberto. Suena el teléfono.

– ¡Suena el teléfono!

–Grita a lo lejos Carla, mi esposa. Ya voy, contesto. Buenas tardes…Así es… Muy bien, acá lo espero. Pronto llegará… Alguien toca el timbre.

–¡Llaman a la puerta!

– Insiste mi esposa y regresa a nuestra habitación. Sí, yo atiendo, contesto, es para mí. Camino por el pasillo rumbo a la puerta con lentitud. Aun así, llego pronto hasta ella y justo antes de abrirla pregunto con cierta ansiedad “¿Quién es?” a sabiendas de que contestará el señor Portales.

–Si ya sabe que soy yo y que puedo escucharlo ¿por qué no abre la puerta?

– Dudo por un momento si debo abrir la puerta, sin saber todavía el nombre de quién llama a la puerta.

– Soy yo, Humberto, Humberto Portales.

– Responde sarcásticamente y a gritos desde el otro lado. Pienso si habrá sido buena idea aceptar la entrevista, mientras abro la puerta y le invito a pasar.

– Cuando piense, piense, no hable en voz alta, resérvese sus ideas, por favor.

– Me dice mientras pasa el umbral vestido con un ridículo traje marrón que no hace más que evidenciar la falsa cortesía contenida en la mayoría de los reporteros. Casi parecieran estar hechos de mierda él y su traje; lleva también un portafolios espantoso, maltratado, de muy mal gusto, que hace juego perfectamente con el atuendo; de las orejas salen vellos canosos y las arrugas sobre su vieja piel muestran un avanzado deterioro por la edad, tal vez unos sesenta y cinco años mal vividos. Cortésmente le invito a pasar, con una sonrisa en la boca y le digo “Adelante, al fondo del pasillo está el comedor o, si prefiere, podemos pasar al desayunador del jardín. Donde usted guste, en verdad.”

– Cortésmente, hijo de la chingada.

– Refunfuña y opta por el jardín.

– Mire, en verdad me parece interesante su caso, pero no estoy dispuesto a seguir con esto si las faltas de respeto y los insultos continúan.

– Plantea con seriedad. Lo pienso y accedo de inmediato a su petición que parece bastante prudente. Muy bien, procuraré moderar mi lenguaje, acepto con toda la sensatez de que soy capaz. Mientras Humberto me agradece pasamos al jardín. Al dar los primeros pasos sobre el verde y bien cuidado césped, se respira un aire de quietud que, espero, se mantendrá a lo largo de la entrevista. La mesa se ve limpia al igual que las sillas que le rodean. Lo invito a sentarse para dar inicio a la entrevista.

– ¿Podemos comenzar?

– Dice mientras se acomoda en mi silla y hago un sutil gesto para dárselo a entender al bruto.

– Haré oídos sordos a esa muestra de inmadurez. En verdad, no veo la necesidad de discutir sobre el asiento.

– Está bien, en verdad, no se preocupe, respondo con suma hipocresía –espero no lo perciba –, adelante con la entrevista. Saca una grabadora del bolsillo derecho del saco y una libreta y una pluma de su portafolio.

– Primeramente, me gustaría que nos diera su nombre completo, ya que, si bien usted es un hombre famoso por su condición, la fama de su enfermedad es más grande que la de su nombre. Por favor díganos ¿Cómo se llama y a que se dedica?

– Julián Garza Velasco es mi nombre, contesto con firmeza, y me dedico a escribir, a relatar todo lo que pueda y deba ser contado. Un tanto lo hago con la voz y otro tanto con las letras. Me gusta pensarme como un vocero de lo cotidiano. Ya sabe, lo mismo de todos los días, pero lo interesante. Por ello es que no escribo tanto a manera de trabajo.

– Sí, estoy seguro que su creatividad no diezma su producción artística, sino que su materia prima lo que le pone trabas a la hora de escribir.

– Dice con una honda sensación de orgullo y satisfacción el malparido.

– ¡Óigame hay un límite!

– Eso mismo digo yo, repongo.

– Mire… podemos terminar con esto de buena manera, no hay necesidad de agredirnos ni de buscar pleito con el otro ¿Está bien?

– Bufa, como un toro malparido en celo, con su enojo retenido en el interior de esos cachetes que más parecen belfos. Perfecto. Continúe, por favor. Sonrío.

– Sabemos que lleva ya un tiempo sufriendo de esta enfermedad que aún no es nombrada y que han surgido varios posibles nombres como verborrea crónico-retórico-degenerativa, expositivismo verbal, palabrismo. Pero la gente quisiera saber si usted le llama de algún modo y si es un caso aislado o conoce a más personas que padezcan de males similares.

– Pues mira, Humberto, cruzo la pierna elegantemente al iniciar con la respuesta, si había pensado en eso del nombre, pero creo que no me corresponde a mí dárselo. Además, narrativitis corre el riesgo de sonar ridículo. Respecto a la segunda parte de tu pregunta, debo decir que no es este un caso aislado, pero si sui generis. Es decir, mi tía ya había presentado una obvia tendencia a versificar sus pláticas, pero pasó de lo incomprensible de la poesía contemporánea a lo incomprensible de la barroca y, al fin, de la surrealista. Su esposo decidió que la mejor salida era mantenerla bajo arresto domiciliario, por decirle de alguna manera, pero mi tío comenzó a ensayar todo lo que decía al poco tiempo. Arguyó principios lógicos indiscutibles en temas como el color de la leche o el amanecer; pasó por el ensayo sociológico, provocado por la televisión y su exposición a la radio y demás medios de comunicación; de aquí al ensayo político, en el que ahondó como radical incendiario y, como obvia consecuencia –digo con un cierto tono que denota lo inevitable del hecho-, fue silenciado, sospechamos, por gobernación. Mi tía, al saber esto, se suicidó poéticamente dentro del mar. Pensamos que la transmisión de la enfermedad había concluido ahí, pero al poco tiempo comencé a presentar síntomas narrativos, digresiones, anagnórisis, comparaciones, alegorías, prosopopeyas, etcétera. E ineludible fue el destino de mi esposa, quien también contrajo el mal. Ahora no sale de nuestro cuarto sino la llaman a escena y casi todo lo que hace debe ir acompañado de música, movimientos corporales exageradísimos que, si bien contrajo la enfermedad, ésta no venía acompañada de aptitudes histriónicas, a saber. Concluyo… Noto que los bufidos que habían quedado atrás han vuelto en espasmos más rápidos y fuertes, el color de su cara se torna rojo y sus ojos parecen dispuestos a abandonar sus cuencas para asesinarme. Espero que diga algo, lo que sea.

– ¿Me está diciendo que esto es contagioso, que usted lo sabía y aún así acepto llevar a cabo la entrevista sin advertirme de esto?

– Grita en un arrebato furibundo y espera mi respuesta mientras el crujir de sus dientes suena por encima de mi respiración intranquila. Así es, contesto con un breve aliento, es viral –¡Auch! –. Repentinamente me veo interrumpido por un golpe en la mitad del rostro, un viejo y arrugado golpe seguido de –¡Auch! –y otro –¡Mpf! –. Caigo al piso un poco aturdido, pero con la lucidez suficiente para contestar la agresión y gritarle “pega más duro la campaña de Patricia Mercado, maricón mal vestido”. Por su parte, el afeminado enardecido gime y tira golpes a discreción –¡Ungh! –, como mujer ultrajada –¡Agh! –. No consigue hacerme mucho daño, pero los alaridos siguen y damos numerosas vueltas sobre el pasto: una y otra, para acá y para allá hasta que nos detiene la mesa. Por la fuerza con que nos estrellamos en ella, rompemos el cristal de la mesa escandalosamente.

– ¿Están bien?

– Pregunta Carla desde la ventana de la sala. Al vernos pelear, corre al estéreo y pone Fortuna Imperatrix Mundi, mientras grita desaforadamente y, fuera de tiempo y con muy mal gusto, entra en escena corriendo alrededor de nosotros, después finge separarnos y, ante su fracaso, no sin emitir un suspiro sobreactuado de desasosiego y resignación, se desvanece. Que drama tan innecesario, pienso. De súbito, Portales se detiene y, con un semblante calmado, totalmente diferente, se levanta, se sacude y me ayuda a levantarme.

– Olvidemos la pelea, debo irme.

– Comenta.

– Es mi deber mencionar que la atención que me ha brindado, aunada a la descortesía y la rareza de su esposa, han hecho de la entrevista una experiencia insufrible. En verdad, prefiero olvidar lo sucedido y retirarme mientras aún tenga un escaso vestigio de dignidad en mi ser. Por lo demás, su estilo es poco consistente y poco original, por lo que resulta de lo más inverosímil y burdo, abundante en ripios,

– Continúa.

– Incoherente dada la diégesis planteada al entrar en esta casa. Incluso ante los embates de cuentos mal estructurados y sin fundamentos no había sentido semejante repudio por una trama, por un argumento tan soso, tan cursi. Mi portafolio y mis notas, si me hace favor.

– Solicita mientras sacude el polvo de su asqueroso traje. ¿De que hablas, maldito vividor? Pregunto extrañado.

– Esto no se verá bien en el artículo. La gente leerá qué clase de persona es usted, qué pueril es su obra. Yo me encargaré de eso.

– Concluye mientras abandona mi casa. Yo, por mi parte, parado junto a mi esposa desvanecida en sobreactuación, le grito “Haga lo que quiera, mojón trajeado” y lo veo partir.

– ¡Ya cállese, imbécil!

– Grita. Después sale y azota la puerta.

domingo, 22 de agosto de 2010

Fogata

Desde su habitación hasta la cocina, caminó livianamente. Un paso primero, luego otro, sin prisa, envuelta en llamas. Sus pasos eran cortos, como los de hace muchos años, pero el ritmo parecía fatigado ahora.

Desayunamos en silencio, salvo por el ruido que hacía su ropa al quemarse, hasta que papá tosió con brusquedad.

− Abre la ventana y la puerta, ¿sí? -me pidió Lucía, enseñándome sus manos envueltas en rojo y amarillo, mientras observaba cómo su ropa caía al piso hecha ceniza, algo triste todavía.

El humo comenzó a salir de la cocina, pero el olor permaneció largo rato a pesar de todo. Siempre ha sido un olor dulce el suyo, como el de la canela tostada.

Papá todavía la consiente como a una niñita; me he cansado de decirle que ya no debería comprarle toda esa ropa, que no es deshechable, que día con día tiene que aspirar el camino entre su cuarto y la cocina, pero es igual de terco que ella.

− Deberías dejar de usar ropa, Lucía, no sé por qué te obstinas.

− Deberías dejar de decirme eso si sabes cómo soy.

− Deberías dejar a tu hermana si ya sabes cómo es –papá hablaba poco y casi siempre era para terminar discusiones tontas como ésta.

Aprendimos a no quejarnos de la humareda que emana de su cuerpo casi instintivamente a los pocos días de que le naciera la flama entre los dedos de los pies, y a subsanar todas las carencias que el incendio constante en que se le convirtió nos había provocado con el paso de los años. Todavía desayunamos en silencio, excepto por el aire crujiendo alrededor de Lucía, como si fuéramos a interrumpir alguna música imperceptible, quizá su combustión perpetua y acompasada.

Mi hermana comenzó a arder una mañana mientras dormía con papá, a sus siete años. Quemó la colcha y el par de almohadas con las que quisimos apagar sus dedos; calentó el agua en la que le sumergimos los pies; corrió en el patio por horas mientras nos deshacíamos de los muebles, las cortinas, la alfombra, y cuando se percató de lo que faltaba, de por qué nos deshicimos de ello, bajó la mirada hacia el suelo donde unas pequeñas manchas ennegrecían los pasos que dejaba, frunciendo el rostro para no llorar. Estuvo encerrada en su cuarto varios días mientras sustituíamos la alfombra por losetas frías e incombustibles, sin que nadie se lo pidiera y, también sin que nadie se lo pidiera, quemó las cortinas de su cuarto y llenó de tizne las paredes.

− ¿Quieres algo más? – le pregunté. No ha dejado de vernos como si tuviera que agradecer que sigamos con ella, especialmente a mí.

− No, está bien así.

Los vecinos tardaron algunos días en enterarse del fuego de Lucía, pero inmediatamente después de saber de qué se trataba, comenzaron a hablar de ella. Los rumores se propagaron con rapidez y tuvimos que irnos de la ciudad para no exponerla al trato hostil de la gente.

Al término del primer año, el fuego apenas le había cubierto los pies y se aproximaba a los talones lo suficiente para dejar a un lado los zapatos y los vestidos largos y sustituirlos por bermudas y pies desnudos, pero ya nos había obligado a mudarnos varias veces. Algo de felicidad le regresó en cuanto descubrió los bombones quemados.

−Abre otra ventana, por favor. No se va el olor.

El aroma que deja Lucía es inconfundible y persistente, no importa cuántas ventanas abra ni cuánta ropa queme. Además, ahora lo disfruto bastante. No quisiera que un día dejara de oler así la casa, aunque tarde o temprano suceda.

− No te preocupes, no pasa nada.

A sus dieciséis, con el fuego amenazando con proseguir el camino hacia arriba desde las rodillas, preocupados por una abrupta aceleración que le cubrió la mitad de los muslos en cuestión de días, le sugerimos olvidarse de la ropa por completo, por primera vez. Pasó poco tiempo antes de que accediera y casi dejó de salir de la casa, pero aún daba caminatas largas una que otra noche, simulando un pequeño sol noctámbulo.

Desistimos de cuidarla prematuramente, sobre todo a sabiendas de que cada lugar tiene gente distinta que tiene que acostumbrarse a uno y a la que hay que acostumbrarse también. Ya habían pasado suficientes cosas para que entendiera que no debía quemar nada por capricho, sin embargo, los nuevos vecinos la hostigaban casi tanto como todos los anteriores y, después de hartarse de tratarlos bien hipócritamente, estuvo a punto de incendiar varias casas durante sus caminatas nocturnas. Afortunadamente, regresaba a la casa sin haberlo hecho, al menos la mayoría de las ocasiones.

− Abre otra ventana, por favor, hazle caso a tu hermana.

Excepto por ella, todos en la familia somos bastante altos, robustos. A través del fuego, se percibía que su cuerpo era el de una adolescente desarrollada casi por completo, al menos hasta que cumplió los veintiséis años, cuando las llamas habían alcanzado a cubrir sus senos. Su rostro aún poseía re caminar asgos infantiles; ahora apenas puedo distinguir ciertos detalles de su cara, su nariz delgada, la forma del cráneo. Nada más. Ya pasaba de los treinta años y apenas se habían ensanchado su cadera.

Al igual que papá, nunca esperé que la gente se aburriera rápido de ella o que, fuera por el motivo que fuera, dejaran de buscarla, de tomarle fotos, de señalarla. Como si una pequeña de pies incendiados y correlones no fuera una noticia inagotablemente morbosa. Por lo mismo, durante años nos dedicamos a buscar una casa que guardara cierta distancia con relación al poblado más cercano a ella, pero la encontramos cuando ya había perdido importancia, cuando ya todos conocían a mi hermana y hasta se habían olvidado de ella. Ahora descansamos la mayor parte del tiempo.

− Con permiso –acabamos de desayunar igual que todos los días, pero a Lucía cada vez le cuesta más trabajo desplazarse por su propio pie.

Han transcurrido algunos años desde que notamos que está disminuyendo de tamaño. Sus brazos adelgazaron mucho en este tiempo, incluso ha perdido algunos centímetros de estatura y partes de su cuerpo ahora brillan como brasas. Se está agotando, pero hablamos poco de ello y sólo esperamos. Ya huimos demasiado.

sábado, 10 de julio de 2010

Bodas de madera

En una ocasión, afuera de una tapicería, conocí a un hombre de lo más raro. Ya no recuerdo su rostro, lo que sí recuerdo es que repentinamente, en cuanto me escuchó entrar, volteó a la puerta, dejando de sentir el forro de una silla, y me dijo:

- No sé usted, pero yo estoy enamorado.

Lo primero que entendí fue:

- Usted no está enamorado como yo.

Y en un principio me sentí pleno, realmente cómodo conmigo y hasta complacido de que se notara a simple vista, pero al pensarlo por segunda vez y al percibir la condición de aquel desconocido, no pude sino fruncir el ceño, desconcertado, y ante la sorpresa que me provocó tuve que preguntarle de inmediato:

- ¿Disculpe?

- Que estoy enamorado.

Sé que el tipo estaba feliz, se le notaba en la entonación y en sus movimientos; brincaba como un pequeño chimpancé recién enjaulado. Otro en su lugar me lo hubiera dicho mirando al piso, casi exigiendo mi ayuda; éste llevaba una gran sonrisa entre las mejillas.

- Pero, mi amigo, ¿cuánto tiempo lleva así?, ¿se encuentra usted bien?

Mi inquietud pareció no afectarle, al menos no inmediatamente, pues apenas ladeó un poco la cabeza, como si no comprendiera la situación, incluso me respondió sin cambiar esa mueca, que le desfiguraba el rostro:

- ¿De qué está hablando? Si me siento perfectamente... luego de estos seis increíbles meses me siento... cómodo... feliz.

En verdad creo que fue en ese momento cuando empecé a sentir algo de lástima por ese pobre tipo incapaz de notar cualquier cosa, alegre como un niño con sarampión.

- ¿Sabe usted qué día es hoy, señor? -le pregunté, esperando descubrir si había algo irremediablemente alterado en su cabeza.

- Ja ja, no exagere. Déjeme decirle que nunca me he encontrado mejor. Es más, le recomiendo que alguna vez se de la oportunidad de intentarlo.

¡Pobre idiota, no tenía idea de nada!, y cada vez me preocupaba más. Lo tomé de los hombros y lo sacudí con violencia, esperando que, de algún modo, volviera en sí, pero mis esfuerzos no surtieron ningún efecto, ni siquiera fui capaz de borrarle ese gesto.

- ¡Responda, por el amor de Dios! Deje de hablar así, suena usted como un loco.

Pero antes que dejar de reír, el convaleciente me tomo por los brazos entre risas y me dijo:

- No se exalte, amigo, permítame invitarle un trago para poder contarle todo con calma.

Pero en mi vida había abusado de ningún enfermo y no iba a empezar en ese momento. Resuelto este asunto y después de encargar nuestros respectivos muebles al trabajador, salimos a buscar un bar cercano. Para ser honesto, en algún momento dudé de mi seguridad al estar a solas con un hombre tan inestable, así que procuré que anduviéramos por lugares muy concurridos la mayor parte del tiempo. El camino fue rápido y, afortunadamente, las calles por las que pasamos tenían un flujo constante de gente.

Al llegar al bar nos acercamos a la barra y el enamorado quiso pedir un par de cervezas, pero lo detuve enseguida y ordené un par de caballitos de tequila, esperando que a los pocos tragos se le quitara ese gesto que cada vez más me sacaba de quicio. Con el primer trago, la plática surgió muy natural, aunque incómoda:

- Mire, usted va a pensar que es una broma, pero estoy enamorado de una silla... de la silla con la que me encontró hace un rato.

- ... -lo miré con algo de escepticismo.

- Bueno, no quiero convencerlo de nada, así que procuraré ser lo más breve posible. La conocí en un restaurante al sur de la ciudad en el peor momento posible para ambos; yo buscaba reconciliarme con mi ex-esposa y ella vivía sus últimos días en aquel negocio. Tal vez nunca me le hubiera acercado, pero llegué muy temprano, ya sabe, para pensar las cosas. Tenía meses sin ver a Mónica y no estaba del todo seguro de querer estar ahí, de buscar lo mismo que ella, y por supuesto no cabía en mí de los nervios. Total que llego a la entrada, tembloroso y con la espalda humedecida de sudor, el mesero me pide mi nombre, confirma las reservaciones y voilá, quince pasos después, mesa para dos junto a la ventana –dudó un segundo y luego continuó -¿Sabe?, ahora que recuerdo, me pude haber sentado en la otra silla, pero pasan cosas así de curiosas todo el tiempo y ya no tiene importancia, me senté en Paloma –dijo antes de tomar un sorbo del tequila, todavía sonriendo.

-- ¿Paloma?

-- La silla, pues, tuve que ponerle un nombre. La cosa es que… no me va a creer, pero nada más me senté en ella y las cosas se veían distintas. Dejé de pensar en Mónica enseguida, asomado a la ventana, empecé a suponer lo que pasaría si no la esperaba y salía de ahí a tener otra vida, sin segundas oportunidades, nada de te perdono ni esas cosas.

-- ¿Pero eso qué tiene que ver con cualquier cosa, hombre? Usted estaba nervioso.

-- Sí, de eso no cabe duda… vaya que estaba nervioso, tanto que fui al baño a mojarme la cara, y justo entonces comencé a pensar de nuevo en Mónica, en la posibilidad de perdonarnos y noté que era Paloma la que me alejaba de mi ex-esposa y de esa vida que tal vez no merezco. Cuando regresé a la mesa y tomé asiento nuevamente, sentí algo que no se imagina. Unos instantes después estaba comprándosela al gerente. Salí lo más rápido que pude de ahí para que Mónica no me viera escapar con otra.

-- Está usted mal, muy mal.

-- Puede ser, pero una vez que vivamos juntos, después de la boda ya veremos si estamos hechos el uno para el otro o no. Todo esto lo pone a prueba el tiempo, y ahora no tengo de otra.

-- ¿Pero cómo boda? Mire, le voy a hacer una recomendación de lo más sensata: olvídese de ella, ¿qué relación puede tener usted con una silla?

-- No se preocupe usted por eso. Estos seis meses han pasado rápido; nos vemos tres veces a la semana, tenemos relaciones una o dos veces y el tiempo restante lo dedicamos a la lectura; disfrutamos mucho de la novela policiaca. Y, bueno, ya no me siento en ella, aunque lo extraño en ocasiones, para serle honesto.

En verdad no sabía que decirle al pobre, así que lo miré como si la noticia de la boda y su relación, me generaran algún gusto y levanté mi vaso de tequila- Salud.

Después de brindar permanecimos en silencio un rato, mirando la mesa, hasta que abruptamente me invitó a su boda.

-- ¿Qué dice? Seguro que pasará un buen rato –insistió –incluso Mónica va a venir.

-- No me lo tome a mal, pero no creo que deba estar ahí.

-- Usted no se apure. No sé si esto le sorprenda, pero la mayoría de su familia son ceibas sudamericanas, así que todo un lado del salón estará prácticamente vacío. Haría muy feliz a mi Paloma verlo ahí. Piénselo –sacó una invitación de su saco y me la extendió.

-- Lo pensaré, no se preocupe –respondí, tomando su invitación tranquilamente, sin preocuparme por esa sonrisa suya que, como pude ver, era el menor de sus males.

Poco después regresamos a la tapicería mientras me platicaba sus planes para la luna de miel. Cuando por fin llegamos, me presentó a Paloma, ataviada con su vestido de bodas recién hecho, blanco con detalles dorados. Jamás había visto una novia tan hermosa.

viernes, 9 de julio de 2010

...

Uno debe tener algo en el mundo en lo que se pueda reconocer, algo a lo que pertenezca. Es terrible que la familia sea una de las pocas posibilidades que ayuden a solventar esta necesidad. Un buen día uno se da cuenta de que en la sangre puede haber derrota, envidia, egoísmo, estupidez, y que todas las virtudes que puedan venir con el apellido y el linaje no son suficientes para mitigar la fuerza que todos esos defectos ejerce sobre nuestra vida. Afortunadamente no creo que sea menester del individuo triunfar sobre una sociedad repleta de gente sin identidad, así que puedo sacrificar un poco de mi individualidad en aras de un medio familiar medianamente estimulante, pero no más de dos veces a la semana ni después de las 6 de la tarde. El tiempo restante quisiera dedicarlo a reconocerme en mí mismo, en mis acciones, mis escritos, mis gustos y demás, de ser posible semejante cosa.

domingo, 23 de mayo de 2010

Buena idea


Andaba friteando y me encontré esto. Una cábula snob que hizo brotar mi risa inglesa (mhm mhm mhm). Enhorabuena por los ociosos.

Duda: ¿qué chingados hace Jodorowsky ahí, cuando existen tipos como Arthur C. Clarke o Ray Bradbury?

martes, 13 de abril de 2010

Una nota sobre las narcopiñatas

Ayer por la tarde vi una fotografía de dos ejecutados por motivos conectados con el narcotráfico, junto a los cuales se había dejado un mensaje. Incluso en una de las publicaciones de nota roja que circulan por el Distrito Federal se publicó la misma noticia en la primra plana con el titular Narcopiñatas. Los cadáveres colgaban de los bordes de un puente en la autopista del sol.
También ayer por la tarde, leí un prólogo de Goran Petrovic a La boca llena de tierra, novela de Branimir Šćepanović, en el que Petrovic escribe:
"¡No hay lugar a dudas, hemos avanzado! -repito, mientras escribo este texto. A decir verdad, algo anda mal con el clima, este verano hace un calor terrible, pero ahí está el control remoto del aparato que en mi departamento mantiene con diligencia los agradables veintitrés grados. Y, es verdad, mi esposa mira la televisión, de nuevo transmiten en directo algún horror, alguien volvió a bombardear a alguien, o alguien de nuevo puso una bomba en alguna parte. Basta con que gire en mi silla de escritorio y puedo ver cómo algunas personas cargan los cuerpos de otras personas, cuerpos cubiertos de sábanas, y la sangre que traspasa las telas blancas y 'florece', puedo ver cómo algunas mujeres se arrancan el pelo y plañen, cómo alguien habla con exaltación, directo a la cámara, en una lengua completamente incomprensible para mi, pero debajo de ese rostro desencajado por el dolor, está escrito con claridad en inlgés 'transmisión vía satélite' y 'corre' la cinta interminable sobre la cual cambian continuamente sólo los números -'diez muertos', 'aproximadamente cincuenta muertos', 'más de cien muertos', 'cerca de trescientos muertos'... Es verdad, en alguna parte está sucediendo una gran tragedia. Sin embargo, yo no tengo que volver la cabeza y no tengo que mirar, ni siquiera tengo que escuchar la transmisión en directo de los gritos de esa gente sufrida, porque tengo otro control remoto a la mano, y puedo aumentar en seguida el volumen de mi potente equipo de sonido."
.
De esta misma manera , me ha resultado sumamente fácilvoltear la cara, cambiar la visión de aquellas tragedias, de este mensaje colgado del cuello, por una novela, por cierta música. Aun así me entristezco, no sólo con la desgracia, ni con la miseria global, ni con las guerras o guerrillas que 'florecen' a lo largo del territorio nacional, a lo largo de la América empobrecida en que vivimos, sino también con la facilidad con la que os hemos sometido a esta forma de vida, con la serenidad con que hemos aceptado este tipo de acontecimientos en nuestra vida diaria.
Narcopiñatas, dice el titular, como si se tratara de un festejo. Será que no quedan muchas más posibilidades, que hemos aprendido a ingeniarnos un modo de salir de esta tanda de golpes de realidad a través de la burla: Un, dos, tres por Paulette, que está abajo del colchón. Y espero que suene en mi estéreo All you need is love para sacarme de acá mientras se suceden una o dos matanzas por semana, para terminar de coincidir con Dante Milano cuando dice que "tal vez, en un mundo mejor, la literatura se vuelva peor. Lo que, por cierto, no tiene importancia. Siempre es preferible un mundo mejor."
México, Distrito Federal a 10 de abril de 2010

viernes, 5 de marzo de 2010

Sin título por ahora

Caiga o no esa lluvia que nos purifica,
toma tu dedo mas juicioso
y apunta desde tu ventana
hacia la cordura;
pormenorízala,
pulverízala,
que poco nos sirve ahora,
pero conserva el dedo, hermano.

Caiga o no esa luz amarga sobre el cementerio
que yace detrás de todos nosotros,
empuña tu más preciado vicio
y erige con él un bello cerco,
que lo salvaguarde,
justo entre tu vida y tu recelo,
luego nómbralo,
quizá te haga falta un día, hermano.

Caiga o no el mundo entero sobre sus rodillas viejas,
caiga o no con todo hermano nuestro,
caiga sólo desolado y triste o no,
caiga o no marchito de tanto incendio estéril,
tómalo del pellejo y señálale con ese dedo
aquel bello cerco, hermano.

Quizá haga falta un día
que nos una la incertidumbre
y no el olvido.

jueves, 4 de febrero de 2010

Sueño

Ayer por la tarde tuve este sueño. Desperté bastante alterado. Aquí lo transcribo dentro de mis posibilidades, pues no creo recordar todo tal cual sucedió dentro del sueño, así que sólo dejo mis impresiones:
Cuando me di cuenta, estaba en el asiento posterior de un automóvil antiguo, tal vez de los años treinta. El espacio estaba muy reducido, por lo que pensé que el espacio entre los asientos no era más que un error en la planeación, provocado por la brecha generacional entre aquellos diseñadores automotrices y las necesidades de la nueva genereción embarnecida por la era del fast food service. Aun así, los asientos pecaban de antiergonómicos. Casi no había luz y el ligero destello que podía percibirse brotaba del asiento del copiloto. Era de un encendedor que no alcazaba a iluminar el rosotro de quien fumaba. Nunca vi al chofer.
Dimos vueltas por la ciudad por un largo rato antes de que notara mi atuendo, mi elegante atuendo. No guardo un recuerdo claro de él, pero creo poder asegurar que se trataba de un traje negro con delgadas líneas grises, camisa negra debajo de una corbata blanca de seda. Llevaba sombrero, estoy seguro de haber sentido una presión ligera alrededor de la cabeza. El reloj pintado sobre la muñeca izquierda.
Escuché un ruido de armas, como si la estuvieran cargando. Por supuesto no pregunté el motivo ni me exalté por ello; debí haber dado la ordén en algún momento previo, pues no estaba en condición de prisionero y la tranquilidad en que viajábamos parecía poco menos que inquebrantable; supuse que sólo mi voz podría con él, así que me mantuve callado.
Los demás automóviles de la ciudad nada tenían de semejante con la belleza en la que veníamos montados el copiloto sin rostro, el piloto inexistente y yo; parecían vehículos relativamente nuevos en su mayoría, todos salvo el que venía frente a nosotros, con tres pasajeros cuyas sombras delataban cuerpos inmensos y bastante gruesos, casi podría podría asegurarlo, el cuerpo de unos gorilas. Una escolta, seguramente.
Viraron a la derecha, así que los seguimos. No conozco la avenida a la que nos incorporamos. Algunos metros mas adelante, sobre el lado derecho, había una gasolinería sin gente. Entraron con prisa. En cuanto subieron por la rampa, el chofer que no había podido ver aceleró hasta emparejarse con ellos del otro lado de la misma bomba.
No pude distinguir a nadie del otro vehículo sino hasta que alguien dentro de él encendió la luz. Del lado más cercano a nosotros, un conejo inmenso, vestido con un chaleco a cuadros, monóculo y sobrero de copa, miraba la hora en un reloj de cadena, con el rostro sumamente inquieto, como apresurado. A su lado, una mujer de tamaño igualmente desmedido, con un dejo de realeza, aunque con un atuendo demasiado viejo o, quizás, sólo extravagante, acomodaba su corona.
No pude verlos por mucho tiempo. En cuanto se encendió la luz el copiloto descargó su arma sobre el otro automóvil y salimos de ahí sin prisa. Nadie nos seguía.

martes, 2 de febrero de 2010

Propósitos para este año al que ya le di un mes de ventaja

1.- Escribir un cuento sobre un sujeto que hace un cuento del primer sujeto y nunca se dan cuenta de ello.
2.-Leer al menos a dos autores de los denominados "uy, manito, de lo que te has perdido", como Rabelais o Pasternak.
3.- Aprender a andar en bicicleta.
4.- Aferrarme a lo que me queda de cabellera.
5.-Conseguir empleo.
6.-Mantener el empleo por unos meses al menos.
7.-Escribir un cortometraje.
8.- Trabajar de Santa Claus.

domingo, 24 de enero de 2010

Inesperadamente

No soy tan suceptible al llanto a través de la literatura, al menos no desde que entré a la carrera de letras. La última vez que traté de contenerme inútilmente, recuerdo, fue un par de años antes de entrar a la carrera, cuando terminé de leer "El barón rampante" de Italo Calvino, tendría alrededor de 21 años. Antes de eso, fue "El lago" de Ray Bradbury, andaría yo en los 18 o 19 años, no recuerdo exactamente.
Estoy seguro de haber recibido muchas sorpresas de este tipo: conmovedoras. Pero hoy me pasó algo distinto, una especie de indagación violenta que me tumbó sobre mí mismo con los cuatro versos certeros del final, pongo todo el poema:
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Me aburro como un león

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Me aburro como un león
fuera del África.
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Yo no nací, sino que por el vientre
de mi madre
pasé del África a este zoológico
policial de la vida.
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Mi padre nunca pudo entrar
más allá del vientre de mi madre.
De modo que mi padre
no pudo se mi padre.
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Me resultó tan fácil asirme a este poema de Héctor Viel Temperley, fue como si me colgara de un dolor universal y apenas me hubiera sido asignado un pequeño sitio en el extremo para hacerlo.
Supongo que de todos modos extraño a mi papá, aunque cada vez menos, porque cada vez me pesa más descubrirlo en su clara imperfección y francamente no tengo paciencia ni valor para hacerlo. Tal vez uno sabe que espera de las personas que conoce.
Al final del día, pude leer a otro poeta que me tranquilizo. Debe ser cierto que "siempre acabamos llegando a donde nos esperan" y de algún modo puede ser que lleguemos en el momento justo, al poema justo.
Este es de Milan Rúfus:
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El país de la infancia
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Los países existen. Este pídelo
sólo en sueños. Y no pongas el pie, te caerías.
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Es como si tú, polizón,
quisieras bajar de tu tiempo, igual que de un avión,
derecho a una nubecilla.
Jurando que aguantará
eso pesado que eres,
eso por siempre sin alas.
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Y de momento es un altar. Sólo un altar.
y al señor nadie lo ha visto.
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Pero qué importa
de qué piedra es la estatua.
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Aquí la piedra no es piedra,
es una idea. Así que párate un poco.
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Y luego vete y vive.